22 septiembre 2008

Desperté


La tarde que la vi se encontraba sentada junto al riachuelo que pasaba por detrás de su casa. Llevaba el pelo revuelto, sus rizos color azabache escapándosele del emburujo de trenza que había intentado confeccionar en la mañana. Su traje ya no parecía blanco, estaba del color de la tierra por tanto revolcarse en ella. Me miró y vi que tenía los ojos hinchados porque había estado llorando. Lentamente me fui acercando y me sorprendió cuando me dijo:
-“Lloro porque vivo pero estoy muerta, porque camino, pero llego a ningún lado, porque hablo, pero no me escuchan, porque amo, pero no es suficiente. Lloro porque hago, pero no me ayudan.”

La vi levantarse y sacudir su ropaje, un intento en vano, pero, ni modo, un intento. Se acercó hacia mí y me dijo que le siguiera. Yo la miraba con asombro. Su espontánea sinceridad me tenía perpleja y estuve varios segundos en procesar sus palabras, hasta ponerme en pie y seguirla. Caminaba con una gracia, no semejante a la de alguna otra mujer que yo hubiese visto. Iba despacio, con una leve alegría. ¿Quizás, el saber que alguien seguía sus pasos? Me pregunto, aún al día de hoy, si en verdad llevaba consigo algún destino. Pero no, en ese momento, no me interesaba. Tal vez estaba tan embelezada que ni me había pasado por la cabeza. Sólo quería conocerla, escuchar su dulce voz una vez más y otra vez después de esa.
Sin alertarme, se detuvo y si no fuese por que la iba mirando tan intensamente, hubiese chocado con ella. Entonces fue que se me ocurrió mirar a mí alrededor. Le quité la vista de encima, pero sólo por un segundo, no quería perderla. Me había dirigido a un precipicio. Era un lugar nuevo y extraño. Yo llevaba varios años viviendo por allí y nunca lo había visto. Me estuvo raro ya que me gustaba caminar mucho por esos campos y cualquiera a quien se le preguntase de seguro le diría que nadie conoce esos lados como yo. Conocía cada árbol, cada riachuelo, cada tronco viejo, cada lomita, las subidas y las bajadas de esas tierras. Lo conocía todo mejor que a mis propias manos. Me dirigí hacia ella mientras intentaba concentrar mi mente para poder hablarle. Quería cuestionarla. ¿Dónde estábamos? ¿Por qué me había llevado hasta allí? ¿Con qué propósito? ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿Por qué a mí? Quería saber todo esto y mucho más pero las palabras parecían no querer salir de mi boca. Estaba muda. Deseaba que ella contestara todo sin yo tener que preguntárselo. Entonces, acercándose al precipicio y mirando hacia el vacío, me dijo:
- “Acércate,” y lo hice. “Yo lloro por ti y por mí. Lloro porque pretendes que te sigan pero tu no me sigues a mí.”

Habiendo dicho estas palabras, me miró con un brillo intenso de esperanza escapándosele de las pupilas y se tiró al abismo. Mi corazón comenzó a latir tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho. Sabía que no ganaba nada si me tiraba, ya que no la salvaría, pero no podía dejarla ir. Sin pensarlo más me dejé caer y me sentí volar, me sentí libre.
En ese momento desperté. Desperté sintiéndome alegre, completa, sintiéndome con un propósito. Me levanté con prisa, desesperada por mirarme en el espejo y comprobar lo que sentía. Así fue, me miré con asombro, cuidadosamente palpando mi piel, observé mi cuerpo y mi cara. Sentí salir de mí un resplandor nuevo, era ella. Estaba dentro de mí, estaba llena de gozo por que había escuchado su voz y le había seguido. Supe entonces que no fue un sueño, sino un encuentro. Un encuentro de cuerpo y alma, de alma y cuerpo.
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Veronica de Cartagena

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